¿Quedan salidas dignas y respuestas eficaces a una sociedad donde asesinar a la familia o la novia es tan frecuente cosa que casi ha dejado de impresionar? Joaquín Albaicín lo duda muchísimo.
¿Enfermedades de la civilización? Bien, pero, ¿se puede emitir un diagnóstico sin tener clara la naturaleza del mal? Procede antes que nada, pues, identificar al patógeno y pregun-tarse qué sea exactamente la civili-zación. ¿El paso del nomadismo al sedentarismo y de la vida de caza, pastoreo y recolección a la de cultivo de la tierra? Eso parecen sugerir la etimología -“civilización” deriva del latín “civis” (“ciudadano”)- y mitos como el de Caín y Abel. Mas, ¿acaso algo invita a suponer a Abel menos civilizado -en el sentido más común de la palabra- que Caín?
Este del abandono del vagabundeo depredador para abrir casa fija en la ciudad es aserto que suscita, además, mil dudas, pues nada parece apuntalar con firmeza el supuesto de que nuestros antepasados fueran en la fase precedente semi simios habitantes en cuevas. Más bien todo indica que las cavernas estudiadas por los paleoantropólogos eran sólo -que no es poco- lugares de culto y sepelio y que han desaparecido los vestigios de los asentamientos donde los hombres de entonces en propiedad vivían y de los que nos hablan los textos y cosmogonías más antiguos. Nadie de momento parece, la verdad, esgrimir razones fundadas para, por ejemplo, sobrentender que los sumerios, supuestamente bisnie-tos de cavernícolas, se inventaran gratuitamente la existencia de reyes -como gustaba de recordar Joseph Campbell- durante los 432.000 años que separaron la fundación de la ciudad de Kish hasta el Diluvio. ¡Extraño caudal de imaginación y dudosa forma de organización social, en efecto, para unos cromañones que, supuestamente, poco más que gruñidos intercambiaban entre sí!
¿QUÉ CIVILIZACIÓN?
A decir verdad, cuando hoy se habla de la civilización se piensa sobre todo en la civilización occidental moderna, cuyos inicios fechan algunos en la llegada de los primeros europeos a América, desencadenando un proceso que constituiría el comienzo de la globalización. Y se piensa en ella sobre todo porque se ha tratado de un modelo de civilización profundamente perturbadora que, con su expansionismo militar, económico y cultural, ha socavado los cimientos de cuantas la han precedido. Desde el momento en que rompió con la creencia tradicional en la existencia de Cielos, Tierras e Infierno, común a todas las culturas, el occidental moderno sentó las bases para el reinado del caos y abrió para todos las puertas del reino de Pedro Botero.
SALUD Y LONGEVIDAD
Cosas como la manipulación indiscriminada del medio natural acometida por la civilización occidental moderna pueden presumiblemente hallarse en el origen de enfermedades como esa que no me gusta mentar y que en mi niñez era todavía una patología rara, nada frecuente. Hoy casi todo el mundo la palma por ella, pero entonces sólo se moría de eso tal o cual estrella de Hollywood y poca más gente, no era un diagnóstico que tocara con frecuencia a gente que conocieras. Por entonces, las personas solían morir de viejas, fórmula de paso al trasmundo que, paradójicamente, cada vez es más rara. Pero, a fin de no caer en fáciles simplificaciones, debe decirse -al César, lo que es del César- que también la civilización occidental moderna, por discutibles que, desde ciertos respectos, pueden ser a veces los planteamientos de partida de la medicina alopática, ha erradicado o paliado los efectos de muchas otras enfermedades. Y no tengo ninguna objeción ética que oponer a investigaciones como las de Aubrey De Grey o la doctora María Blasco, que persiguen el alargamiento de la vida humana en buenas condiciones físicas y mentales y en, al menos, un tercio de su duración media. Lo único que me desalienta es que leo una entrevista con ellos anunciando que cada vez nos hallamos más cerca de lograrlo y, diez años después, vuelvo a leer otra en la que uno y otra aparecen… con visibles muestras de ser diez años más viejos.
MAJARETAS AL PODER
De hecho, las enfermedades típicas de este modelo de civilización son fundamentalmente de orden psicológico. Se ha potenciado e impuesto la anarquía intelectual, de donde el sentido de la vida, que antes -más allá de la condición social o la formación de cada cual- empapaba los actos de todos los habitantes de un reino, ha desaparecido. Aquí -en el marco de un grotesco proceso de avillanamiento de la cultura- cualquiera es artista, cualquiera gobierna, cualquiera se erige en maestro que dice a los demás lo que tiene que hacer y cualquiera dicta leyes incluso en franca contradicción con las afirmaciones de la propia ciencia sobre la que esta civilización dice sustentarse.
El dinero manda: ante su poder han de inclinarse el honor, la educación, la religión, la decencia, la valía personal, el sentido del ridículo… Cosas, en fin, que en gran medida han dejado de estar presentes en el horizonte mental. El erotismo se reduce a un ritual propio de burdel. Hay que “ser” feminista por cojones, lo que da fe de lo poco femenino de la opción. La religión se erige como una mera casilla del cuadro de ocio o, en el otro extremo, como una puerta de salida violenta a las frustraciones íntimas más absurdas. La proliferación de artefactos tecnológicos ha hecho añicos en el hombre de hoy la capacidad de atención y concentración. Se pone en duda lo que sea ser hombre y ser mujer, se pretende que en nuestros razonamientos y hábitos de convivencia deberíamos aprender muchísimo de los calamares y las sepias, que nuestra aspiración máxima ha de ser el entretenimiento permanente y que cada pocos meses votemos para que dirijan nuestras vidas a unos individuos mediocres, meros testaferros de la banca carentes de formación seria y de principios éticos.
DE AQUELLOS POLVOS…
Las raíces de este clima psicológico mórbido y ayuno de sentido se remontan en realidad a los mismísimos dolores de parto de la civilización occidental moderna, nacida como producto de la guerra a muerte emprendida por sus próceres contra la gnosis, es decir, contra la sabiduría de raíces sagradas. Tanto el brazo armado de esta -la superstición cientifista- como su prolongación -el mundo globalizado- se alimentan, en efecto, de la negativa a reconocer la existencia, más allá del ámbito material, de los mundos sutiles y del mundo espiritual y, por tanto, de su hostilidad hacia la certeza o, cuando menos, la posibilidad de que el ser humano tenga un camino de vuelta que recorrer y que esa sea la razón y misión de su presencia en este mundo. Tal pugna o polémica es el centro de las reflexiones contenidas en el ensayo “El científico y el sabio”, de Avinash Chandra (Ed. Olañeta).
-Supón -nos recuerda Chandra con palabras de Sri Rama-krishna- que un hombre dice que el Himalaya existe. ¿Puede otro hombre que nunca lo ha visto decir que no existe? No. Sólo puede decir que nunca lo ha visto. No puede negar su existencia.
O no debería… Pero ahí reside el meollo del asunto: en que ese, precisamente, es el eje rector en lo intelectual de una civilización en la que a los enfermos, como remedio, les es recetada una dosis cada vez más alta de ignorancia. Los “médicos” emiten diagnósticos sobre asuntos que desconocen ufanándose de no tener por qué conocerlos y ordenando amordazar a los sabios para que nada estorbe a la estridencia de los petulantes.
No nos hallamos, pues, ante un proyecto que se haya ido de las manos y en el que, debido a errores humanos, las disfunciones predominan sobre los logros, sino ante un programa que cumple a rajatabla los fines para los que nació. ¿Solución? Difícil. Y es que, como recordara Un Hombre Llamado Caballo: “Somos muy pocos, Mujer Alce. ¡Muy pocos!”. De hecho, cada vez menos y con menos munición.
Joaquín Albaicín